Hay días en los que creo que nací para estar sola,
perennemente
sola.
Condenada
a vagar en busca de alguien
que
comprenda mi necesidad de sentirme arropada
y
colme mis ansias de complicidad,
deshilvando
mis desvelos
hasta
dejarlos en hilos sueltos.
Me
miro en el espejo y veo tan sólo soledad
y pena
dentro
porque
anida en mi alma el desconsuelo,
la incomprensión.
Una
única carencia:
la de
un corazón que sienta como el mío,
capaz
de hacer latir mi corazón al unísono
en
esta selva negra que es mi existencia.
Me despabilo
en mitad de la noche
y el
sueño se burla de mí,
histrión
patético,
haciéndome
sentir un Arlequín de pacotilla.
Y allí
estoy yo
y junto
a mí tan sólo mi cuerpo:
Sola
en medio de un enorme lecho llamado vida.
Hay
veces en las que mi ansia voraz de compañía
se burla
de mí con crueldad maquiavélica.
Cuando
me engaño con la idea peregrina
de
haber encontrado por fin
un
compañero de desvelos.
Una
ánima afín a la mía
que sabrá
quererme, cuidarme, mimarme.
Ansioso
de buscarme, encontrarme,
donarme
sin mesura su atención,
rey indiscutible
de la mía.
Alguien
que me dé
esa
serenidad que yo no tengo.
Confianza,
paz, seguridad,
comprensión,
fidelidad,
sueños,
proyectos...
¡Pequeños
detalles que hacen que el vivir
sea algo
inmenso!
¡Lo
normal en otras vidas!
Hasta que
el espejismo de lo que quisiera que fuera
(¿Por
qué no es?),
se
desvanece entre los vahos del desierto
haciéndome
sentir aún más perdida,
más sola,
más herida.
Desesperanzada.
Traicionada.
Incrédula,
escéptica, recelosa...
Cada
vez más convencida de que nací
para estar
sola,
yo,
que mi
mayor ambición
es
compartirme con otra persona.
Darme
y recibir a parte iguales.
Y
lloro de amargura...
¡Y siento
como una losa el gravamen de la soledad
dentro
del pecho!
3 de
noviembre de 2020- Ibone
Gibraltar, junio 2020
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