Días vívidos de un verano que te marchitaba mientras en
mi cuerpo comenzaba a brotar una nueva vida.
Te condenaron a muerte, me condenaron a ver cómo te me
morías sin saber cómo hacer para no perderte y a la vez, condenada a seguir
disfrutando de aquella incipiente adolescencia, condenada a su vez a morir
lentamente desde tu ausencia injusta. A ti te arrancaron la vida, a mí me
robaron una parte importante que jamás recuperaría, que incluso ahora continúo
buscando de vez en cuando dentro de las lágrimas de rabia que se me quedaron
enquistadas en las pupilas.
Y te veía postrada en tu cama, cada vez más minúscula,
más demacrada, con la piel machacada por una condena a muerte que me mató antes
y me mataba cada día: “No hay nada que hacer”- había sentenciado el cirujano
después de horas de luchar contra el dragón que te quemaba tan dentro. “Es
cuestión de pocos meses.” Aquellas palabras me penetraron como navajas afiladas
desangrándome hasta el aliento, coloreando de negro mi mundo inocente. Rasgando
mis ganas de reír y de ser feliz como las otras compañeras de mi edad. Mayo era
pero para mí fue un frío enero que se me heló en las venas convirtiéndome en un
iceberg a la deriva.
Y me sentía culpable cada vez que deseaba salir a la
calle a jugar con mi amiga en lugar de quedarme a tu vera, contemplando tus
últimos instantes de ¿vida? Era una culpa traicionera e injusta.
El verano transcurría ignorante de nuestro sufrimiento y
yo no quería sufrir viendo cómo te disipabas en aquella cama triste a pesar de
los rayos del sol que se hacían hueco hasta ti como para darte una esperanza de
vida. ¿Quién dijo que la esperanza es lo último que se pierde? ¡Miente! ¿Que
mientras hay vida hay esperanza? ¡Mentira! La esperanza es una panacea, la
excusa de quienes no miran a la cara la verdad o esconden el pescuezo en ella
como los avestruces en la arena. Nada te salva cuando has sido condenada a
muerte.
Porque te condenaron a muerte, a ti, a ti que no eras tú
sino mi madre. Y a mí, que aunque no morí físicamente, quedé herida de muerte.
Salía a jugar con mi amiga intentando hacer como que nada
ocurría en aquella casa, en aquella habitación donde me trajiste al mundo y
donde exhalaste tu último momento de vida. Con un quejido triste y horrendo que
retumbaría para siempre en mis oídos y ensordecería mi felicidad.
Cuando te condenaron a muerte, me condenaron a la
imposibilidad de crecer porque permanecí asida a tus faldas protectoras,
agarrada con tesón a una infancia que me quiso arrancar tu muerte.
Y es que… La muerte nos descompuso, mama, a ti la carne y
a mí, el alma. Metástasis en mi ánimo para el resto mi vida.
El verano terminó y con él concluyó tu existencia, casi a
la par, ¡qué paradoja!. En un día de fin de verano gris, lluvioso y feo, de un
septiembre cruel, cenizo y maloliente.
Me quedé huérfana de tu cariño, de tus risas, de tus
proverbios, de tus abrazos, de tus enfados, de la forma de mirarme con amor
inmenso, con idolatría. Me quedé prendida a tu recuerdo, incapaz de ser más
allá de una tristeza infinita.
Y sigo muriendo un poquito cada vez que recuerdo aquel
extraño verano donde se juntaban mis ganas de superficialidad de adolescencia
recién estrenada, con el peso insoportable de la toma de conciencia.
Mi tristeza sigue amarrada al ayer y una parte de mí
también con ella. Suéltame de una vez, te imploro. Necesito dejar de ser ya tu
niña. Pero, sobre todo, ¡no me sueltes!
Ibone Bueno Vicente (18 octubre 2023) (Tercer trabajo del taller de escritura de la Casa de las Conchas)
Varsavia (Polonia)-ottobre'19