Ya no siento nada y ni siquiera lo siento.
Yerma quedó
mi alma de tanto y tanto sentir.
Se fue
debilitando la llama, flébil, casi apagada
de mi
sensibilidad exagerada.
De piedra
los sentimientos y cadavérico el recuerdo
de todo
lo que sentí.
Y mi
corazón,
tras una
lucha constante por la supervivencia,
finalmente
se rindió a la evidencia:
No vale
la pena seguir amando con prepotencia.
¡Inútil
sufrimiento!
Y sin
latidos apasionados,
se negó a
subsistir de momentos
ya
sentidos o quizás soñados.
Cayó de
bruces contra el duro suelo,
sí,
curado, fuerte, altivo y desdolido.
En la
insensibilidad, por fin, sentí consuelo.
Pues fue
para mí mi refugio, mi amparo
y el
alivio añorado que tanto había perseguido.
Ahora,
que vivo sin sentir nada,
sintiendo
dentro de mí tan sólo calma,
que nada
me perturba ni me agita,
aquí, desde
mi serena perspectiva,
confieso
que a veces echo en falta
el vórtice
de sentimientos enfervorecidos
que me
hacían palpitar y sentir viva.
Aquel continuo
vivir, sinvivir.
Es el
precio de la paz donde resido:
El ser incapaz
de sentir.
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