Cuando se fue, ya se había ido.
Se fue
yendo lentamente,
impregnando
de dolor nuestra existencia
con el
dolor de su cuerpo macilento.
Con pasos
acelerados
cuando ya
nada podía detenerte.
Ni
siquiera lo que más amabas,
protegías,
adorabas...
Débil
cordel balanceante
ante el
estropicio brutal de la desgracia
que fue
mía, que fue nuestra.
Macabra
realidad.
Llegó el
final muy al principio,
cuando aún
el fruto estaba germinando.
La
soledad me envolvió en su oscuro manto,
cruel,
aciaga, virulenta.
Se quebró
el esqueleto que me sostenía.
Y como
gelatina, mi espalda tembló
con la
tierra fría y mojada que te cubría
en aquel
mil veces maldecido día,
gris de
plomo, pesado y pesante,
que mis
huesos tiernos sin reparos fracturó
condenándome
a vivir siempre arrastrándome.
Llanto
dentro de mí incesante.
Cuando
ella se fue, se fue con ella
algo muy
mío:
La esperanza,
la inocencia, mi niñez.
Y me sumí
en toneladas de vacío
que me
impedían ver el horizonte con nitidez.
Y es que,
mama,
cuando te
fuiste,
cuando te
perdí,
cuando me
perdí contigo,
en la
noche triste
desgarrada
me sentí
sin tu
caluroso abrigo.
Tu piel
de hielo aquella noche
me heló
el alma de por vida.
Sin poder
volver a coger tu mano,
sin el eco
alegre de tus palabras,
se extravió
aquella niña ingenua
que te
sigue echando tanto en falta.
(44 años
sin ti pero siempre conmigo).
Nessun commento:
Posta un commento
Commenti / Comentarios