Se marchitó la flor que había mimado tanto.
La que regué con gotas de
pasión sin escatimar cuidados.
Con esmero, con
dedicación, con devoción y frenesí.
Crecía en mi corazón con
raíces que creí profundas
hasta que un viento
ardiente del sur la despojó de su encanto.
Quedó priva del color intenso
con que irisaba mis días.
Sus pétalos desvanecidos,
su fragancia evaporada. Inerte.
Y su tallo triste y seco. Mustia sin hojitas que la alegraran.
Me quedé en barbecho sin
mi flor preferida,
como un erial incapaz de volver
a dar frutos. Arrasada.
Y por más que intenté abonar el terreno con entusiasmo renovado,
la ilusión feneció con mi
flor, con mi flor adorada.
Y con ellas se murieron
las ganas de sembrar más semillas
con que adornar mi jardín
al llegar la primavera.
Me senté a contemplar mi maceta
vacía, desolada. Carente de vida.
Y un repleto vacío sentí
en lo profundo de mis entrañas.
Que la tierra sin flores
es como un vate sin palabras.
Y un corazón sin amor es
como un tren sin paradas.