Advertencia

Todo lo que publico en este blog es material original libremente creado por mi mente. La idea es la de reunir textos que he escrito en el pasado alternándolos con textos que produzco en la actualidad.
Ninguna pretensión literaria. Todo lo que escribo nace de mi imaginación, de mis sentimientos, de mis vivencias. ¡Es exclusivamente mío!
Yo no escribo lo que pienso, yo escribo lo que siento. Si a alguien lo incomoda de alguna manera, no tiene por qué leer.

lunedì 4 maggio 2020

53 y pico


Hoy es el día de la madre.
Tengo exactamente 53 años y 6 meses. Cuando mi madre murió, tenía un mes menos que yo en este momento.
Recuerdo aquel primer domingo de mayo de 1979 con bastante nitidez.
Mi madre estaba ya ingresada a la espera de que la operasen.
Aquel domingo, fui a visitarla con mis sobrinos Jose y Óscar con los que pasé toda mi infancia ya que somos casi de la misma edad. Una de mis hermanas, no recuerdo cuál, me había acompañado a la pastelería Mar de la Plata, en la Av. de Mirat, donde también vendían regalos.
Me encantaba aquella pastelería. Iba a menudo con mi madre cuando la acompañaba al mercado o a hacer recados. Tenían las empanadillas más ricas que he comido en mi vida. De hecho, me comía dos de cada vez, calentitas porque siempre estaban recién hechas. En ocasiones, esperábamos a que las sacasen del horno. Porque no sólo eran deliciosas de sabor sino que ya el olor que había allí dentro invitaba a comerlas. Ninguna otra pastelería de todas las que he conocido en mi vida tenía aquel olor invitante. Se me hacía la boca agua con sólo cruzar el umbral.
Mi madre me viciaba en la medida de lo posible y me concedía todos los caprichos que se podía permitir. Ir al Mar de la Plata a por mis empanadas de carne o de atún, era uno de esos caprichos. Yo siempre he sido una comiscas por lo que supongo que para ella era motivo de felicidad verme comer por fin con tantas ganas y voracidad.
Como decía, una de mis hermanas me había llevado allí. Creo recordar que era el único sitio abierto donde poder comprar un regalo. Le cogimos dos jarroncitos de cerámica y se los llevamos al hospital de la Santísima Trinidad que ha tenido una enorme importancia a lo largo de toda mi vida, como por ejemplo mi sexto cumpleaños que pasé allí recién operada de apendicitis.
Recuerdo la habitación blanca. Recuerdo a mi madre en aquella cama  blanca, con las sábanas blancas, la colcha blanca. Nunca lo había pensado antes pero quizás acabo de dilucidar por qué no soporto las paredes de color blanco. Por qué hasta hace poco me provocaba incluso ansiedad el exceso de ese color a mi alrededor. Y es probable que el hecho de que haya decidido a posta comprarme un coche blanco (siempre los he odiado) y de que desde julio para acá me dencante por una vajilla completamente blanca, sea otro signo más de que, después de tantos años de lucha conmigo misma y después de la terapia con mi psicóloga, he conseguido superar definitivamente mi ansiedad y esa serie de temores e inseguridades que se remontan a aquella época oscura y triste.
Recuerdo la alegría apagada de mi madre cuando nos vio. Aun en su dolor, para ella yo representaba una parte inmensa de su felicidad. Era su niña, esa a la que tenía en una burbuja para que nada del exterior pudiera dañarla mínimamente. Esa a la que hiperprotegía sin comprender que, faltando ella, todo el mundo de algodón que me preservaba del exterior se esfumaría dejando mi corazón, mi equilibrio psicológico y todo el resto de mi persona a la intemperie y sin un halo de luz para salir del túnel donde quedaría sumida durante bastante tiempo.
Pero yo entonces creía que todo iba a salir bien con la operación por lo que vivía en un estado de inconsciencia infantil que pronto se vería fragmentado en mil pedazos irrecomponibles.
Y así, aquel día de la madre, el último de la mía, se me quedó clavado en las entrañas. Ella moriría “definitivamente” 4 meses después. Cuatro meses en los que moría un poco más cada día ante mi negativa a aceptar lo que estaba viendo a pesar de estar presente cuando el cirujano nos dio la noticia de que no se podía hacer nada y era cuestión de 3 ó 4 meses.
En aquel mismo hospital donde lloré desesperada al saber que iba a perder a mi madre, me convertí yo misma en madre de mis dos hijas.
Nunca tuve instinto maternal y siempre dije que no quería niños. Y en todo caso, juré que no iba a tener hijos de muy mayor porque, decía, “no quiero dejar niños huérfanos como me quedé yo con 12 años”.
Luego, por circunstancias que no vienen al caso y no voy a contar, decidí que quería tener un hijo, sólo uno.
Y así, 19 días antes de cumplir 36 años, vino al mundo mi adorada Iris después de un embarazo terrible que me hizo permanecer 3 meses en la cama de un hospital sin moverme y un parto también un poco “particular”. No, no es cierto que cuando les ves la carita, se te olvida todo. La felicidad es inmensa pero todo lo que se ha vivido, ahí queda.
Recuerdo que, a pesar de todo, cuando ella empezó su camino como una personita independiente de mí, lo primero que pensé fue “¡Quiero otro hijo!”. Tan maravillosamente bonita fue la experiencia. Una sensación indescriptible e inenarrable el momento del parto.
Cuando me pusieron al lado aquel pequeño ser de piel morena,  delgaducha y larga, y yo la abracé por primera vez, tomé conciencia de que iba a estar unida a esa personita para toda la vida. Il mio grande amore grande!!
Cinco años después,  cuando por un lado ya casi tenía perdida la esperanza y por otro, me carcomía  el miedo de que otro tumor truncase también un nuevo embarazo como había pasado 2 años antes, supe que estaba embarazada. Tampoco esta vez pude disfrutar de un embarazo tranquilo aunque fue “sólo” un mes y medio en el hospital y el resto en la cama de casa.
Y con 41 años y 17 días, yo que no quería hijos y mucho menos de mayor, tuve a mi Erika. Erika con su carita blanquísima parecía una bolita de algodón. Erika que, a pesar los ojos azules y el pelo rubio de su abuela Rosa, se parece a mí de manera increíble. Il mio grande amore piccolo!!
Hoy, día de la madre (en España porque una de las ventajas de tener hijas multiculturales es que el domingo que viene vamos a celebrar “la festa della mamma”; por tanto, doble celebración), a mis 53 años y 6 meses, recuerdo la sonrisa de mi madre, sus refranes para cada ocasión, su orgullo cuando me llevaba de la mano, los viajes en autobús cuando buscábamos los asientos sobre las ruedas porque eran los que me gustaban a mí. Recuerdo su mirada tan parecida a la mía, su voz, su apego a las costumbres familiares y, sobre todo, su devoción hacia mi padre y hacia su niña pequeña.
Y pienso en mis hijas, cuya infancia ha sido y es tan diferente de la que tuve yo. En nuestra complicidad y compenetración, en nuestra relación sin tabúes ni secretos, en cómo nos cuidamos las unas a las otras. Y me siento feliz. A pesar de las discusiones, del desorden que van dejando en casa... Porque mientras nos tengamos las unas a las otras, nada nos podrá abatir.
Gracias a mi madre por todo el amor que me dio. Gracias a mis hijas por todo lo que me hacen sentir.
3 de mayo de 2020- Ibone
El último regalo del día de la madre que  pude hacerle a la mía. Salamanca, mayo de 1979


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