Hoy es
el día de la madre.
Tengo
exactamente 53 años y 6 meses. Cuando mi madre murió, tenía un mes menos que yo
en este momento.
Recuerdo
aquel primer domingo de mayo de 1979 con bastante nitidez.
Mi
madre estaba ya ingresada a la espera de que la operasen.
Aquel
domingo, fui a visitarla con mis sobrinos Jose y Óscar con los que pasé toda mi
infancia ya que somos casi de la misma edad. Una de mis hermanas, no recuerdo
cuál, me había acompañado a la pastelería Mar de la Plata, en la Av. de Mirat, donde
también vendían regalos.
Me
encantaba aquella pastelería. Iba a menudo con mi madre cuando la acompañaba al
mercado o a hacer recados. Tenían las empanadillas más ricas que he comido en
mi vida. De hecho, me comía dos de cada vez, calentitas porque siempre estaban
recién hechas. En ocasiones, esperábamos a que las sacasen del horno. Porque no
sólo eran deliciosas de sabor sino que ya el olor que había allí dentro
invitaba a comerlas. Ninguna otra pastelería de todas las que he conocido en mi
vida tenía aquel olor invitante. Se me hacía la boca agua con sólo cruzar el
umbral.
Mi
madre me viciaba en la medida de lo posible y me concedía todos los caprichos
que se podía permitir. Ir al Mar de la Plata a por mis empanadas de carne o de
atún, era uno de esos caprichos. Yo siempre he sido una comiscas por lo que
supongo que para ella era motivo de felicidad verme comer por fin con tantas
ganas y voracidad.
Como
decía, una de mis hermanas me había llevado allí. Creo recordar que era el
único sitio abierto donde poder comprar un regalo. Le cogimos dos jarroncitos
de cerámica y se los llevamos al hospital de la Santísima Trinidad que ha tenido
una enorme importancia a lo largo de toda mi vida, como por ejemplo mi sexto
cumpleaños que pasé allí recién operada de apendicitis.
Recuerdo
la habitación blanca. Recuerdo a mi madre en aquella cama blanca, con las sábanas blancas, la colcha
blanca. Nunca lo había pensado antes pero quizás acabo de dilucidar por qué no
soporto las paredes de color blanco. Por qué hasta hace poco me provocaba
incluso ansiedad el exceso de ese color a mi alrededor. Y es probable que el
hecho de que haya decidido a posta comprarme un coche blanco (siempre los he
odiado) y de que desde julio para acá me dencante por una vajilla completamente
blanca, sea otro signo más de que, después de tantos años de lucha conmigo
misma y después de la terapia con mi psicóloga, he conseguido superar definitivamente
mi ansiedad y esa serie de temores e inseguridades que se remontan a aquella
época oscura y triste.
Recuerdo
la alegría apagada de mi madre cuando nos vio. Aun en su dolor, para ella yo
representaba una parte inmensa de su felicidad. Era su niña, esa a la que tenía
en una burbuja para que nada del exterior pudiera dañarla mínimamente. Esa a la
que hiperprotegía sin comprender que, faltando ella, todo el mundo de algodón
que me preservaba del exterior se esfumaría dejando mi corazón, mi equilibrio psicológico y todo el resto de mi persona a la intemperie y sin un halo de luz para
salir del túnel donde quedaría sumida durante bastante tiempo.
Pero
yo entonces creía que todo iba a salir bien con la operación por lo que vivía
en un estado de inconsciencia infantil que pronto se vería fragmentado en mil
pedazos irrecomponibles.
Y así,
aquel día de la madre, el último de la mía, se me quedó clavado en las
entrañas. Ella moriría “definitivamente” 4 meses después. Cuatro meses en los
que moría un poco más cada día ante mi negativa a aceptar lo que estaba viendo
a pesar de estar presente cuando el cirujano nos dio la noticia de que no se
podía hacer nada y era cuestión de 3 ó 4 meses.
En
aquel mismo hospital donde lloré desesperada al saber que iba a perder a mi madre,
me convertí yo misma en madre de mis dos hijas.
Nunca
tuve instinto maternal y siempre dije que no quería niños. Y en todo caso, juré
que no iba a tener hijos de muy mayor porque, decía, “no quiero dejar niños huérfanos
como me quedé yo con 12 años”.
Luego,
por circunstancias que no vienen al caso y no voy a contar, decidí que quería
tener un hijo, sólo uno.
Y así,
19 días antes de cumplir 36 años, vino al mundo mi adorada Iris después de un embarazo
terrible que me hizo permanecer 3 meses en la cama de un hospital sin moverme y
un parto también un poco “particular”. No, no es cierto que cuando les ves la
carita, se te olvida todo. La felicidad es inmensa pero todo lo que se ha
vivido, ahí queda.
Recuerdo
que, a pesar de todo, cuando ella empezó su camino como una personita independiente
de mí, lo primero que pensé fue “¡Quiero otro hijo!”. Tan maravillosamente
bonita fue la experiencia. Una sensación indescriptible e inenarrable el
momento del parto.
Cuando
me pusieron al lado aquel pequeño ser de piel morena, delgaducha y larga, y yo la abracé por primera
vez, tomé conciencia de que iba a estar unida a esa personita para toda la vida.
Il mio grande amore grande!!
Cinco
años después, cuando por un lado ya casi
tenía perdida la esperanza y por otro, me carcomía el miedo de que otro tumor truncase también un
nuevo embarazo como había pasado 2 años antes, supe que estaba embarazada.
Tampoco esta vez pude disfrutar de un embarazo tranquilo aunque fue “sólo” un
mes y medio en el hospital y el resto en la cama de casa.
Y con
41 años y 17 días, yo que no quería hijos y mucho menos de mayor, tuve a mi
Erika. Erika con su carita blanquísima parecía una bolita de algodón. Erika que,
a pesar los ojos azules y el pelo rubio de su abuela Rosa, se parece a mí de
manera increíble. Il mio grande amore piccolo!!
Hoy, día
de la madre (en España porque una de las ventajas de tener hijas multiculturales
es que el domingo que viene vamos a celebrar “la festa della mamma”; por tanto,
doble celebración), a mis 53 años y 6 meses, recuerdo la sonrisa de mi madre, sus
refranes para cada ocasión, su orgullo cuando me llevaba de la mano, los viajes
en autobús cuando buscábamos los asientos sobre las ruedas porque eran los que
me gustaban a mí. Recuerdo su mirada tan parecida a la mía, su voz, su apego a
las costumbres familiares y, sobre todo, su devoción hacia mi padre y hacia su
niña pequeña.
Y
pienso en mis hijas, cuya infancia ha sido y es tan diferente de la que tuve yo.
En nuestra complicidad y compenetración, en nuestra relación sin tabúes ni
secretos, en cómo nos cuidamos las unas a las otras. Y me siento feliz. A pesar
de las discusiones, del desorden que van dejando en casa... Porque mientras nos
tengamos las unas a las otras, nada nos podrá abatir.
Gracias
a mi madre por todo el amor que me dio. Gracias a mis hijas por todo lo que me
hacen sentir.
3 de
mayo de 2020- Ibone
El último regalo del día de la madre que pude hacerle a la mía. Salamanca, mayo de 1979
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